Su silbido interminable rompe el silencio de la madrugada y acompaña el cantío extraviado de los gallos. Hijo de la noche, se pasea con su andar pausado y encuentra refugio en cuanto recoveco hay en nuestra tierra.
Hace más de 20 años, los
manatienses lo conocen por Andrés, el loco. El que vino de Colonia Habana y
simplemente se quedó en Manatí. Andrés es amigo de todos y de todos recibe la
ayuda, algunos le dan almuerzo, otros le regalan ropa, la mayoría lo saluda, le
saca conversación y él les contesta en
su lenguaje complicado y muchas veces incoherente.
Al hijo de Timaní, lo han
visto vivir un tiempo en el parque de diversiones cercano al hospital, otras en
refugios y hora dicen que se le ve merodear cerca de la cisterna de los
edificios. Y es que en su mundo enrevesado, cada pedazo del Manatí, es su casa.
Vestido al estilo de los
trabajadores azucareros, con un pantalón carmelita y una camisa de color
similar, con sus botas cañeras gastadas
y sin brillo, y su tez descubierta, así camina bajo el sol agobiante o la
madrugada. Se apoya en su palo de escoba que le sirve de bastón, y cojea
callado, por los pasillos de la tienda grande o por el parque José Martí.
Generalmente se sienta en
uno de los bancos, coloca su saco al lado, el bastón lo acomoda entre sus
piernas, y simplemente se le pierde la vista, solo reacciona cuando alguien lo fastidia con jaranas o
cuando le dirigen la palabra.
Manatí siempre ha tenido
personajes como Andrés, locos enamorados de su historia y su realidad,
conceptos que paradógicamente atrapan también a muchos cuerdos y hacen regresar
a los que nacieron aquí.


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